Escribir, escribir, pero ¿qué?

Yo no sé cuándo se me ocurrió que podía escribir. Comienzo a sospechar que algunos recuerdos puedan ser implantados, de tanto desear aquello que no pudo ser o que fue de otra manera. A lo mejor solo se trata de una propensión a fabular que me ha llegado en el todo incluido de defectos y virtudes (espero que no fuera en rebajas, por cierto).
A lo que iba. Por mis cuentas debió ser allá por mis quince años recién cumplidos. De haber seguido a aquel ritmo hoy sería Félix B. Caignet o Corín Tellado. Pero paré a tiempo. O mejor dicho, me pasé al thriller a la vuelta de dos meses (por lo visto andaba en busca de un género, antes que de un estilo) y llegaron bajísimas notas en química, física y matemáticas (aún siguen siendo mis eternas pesadillas). No se me dio bien aquello que parecía más guion de película que narrativa de ficción.
Y lo dejé. O no: me pasé a la poesía. Para entonces comenzaba la universidad y no quería apartarme un ápice de mis estudios…
Luego me fui a los diarios. Tengo tres. Cada uno fue escrito como resultado de malos tiempos, el primero cuando supe que no me concederían la carrera de medicina, el segundo cuando supe que no iba a tener hijos y el tercero cuando la isla de Cuba me pesaba como la piedra de Sísifo.
Pero los diarios solo tienen valor cuando uno ha doblado varias veces el Cabo de Buena Esperanza. Seguí hasta desembocar en la ficción. Sin embargo, no me considero novelista. No en el sentido más puro de la palabra. Pero tampoco menos.
Cuando leo grandes autores, grandes novelas, de esas que uno quisiera haber escrito, no me invade la angustia, sino una oleada eufórica ante la certeza de saber que es posible escribir así. Me tomo más años de lo razonable para publicar una novela, pero me aplico a la tarea. Esa es la primera diferencia cuando me pregunto ¿qué tienen los demás que no tenga yo? Podrían decirme ¡talento! Bueno, es discutible. El talento es una de las condiciones, pero no exclusivamente la única condición. Someto a examen mi novela Tulipa, sin más argumentos.
Si yo no reconozco el valor de lo que hago, ¿puedo esperar que los demás lo hagan por mí?

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